Información completa de la obra: Ni rey ni roque: episodio histórico del reinado de Felipe II, año 1595
TÍTULO:
Ni rey ni roque: episodio histórico del reinado de Felipe II, año 1595
TEMA PRINCIPAL:
Incidente del pastelero de Madrigal
LUGAR PRINCIPAL:
Madrigal De Las Altas Torres (Ávila)
LUGARES SECUNDARIOS:
Flandes, Valladolid, Sierra de Ávila, Medina del Campo, Monasterio de Santa María la Real (Madrigal), Monasterio del Escorial, San Lorenzo, Pisuerga, Oporto, Lisboa, Nápoles, Castell-del-Novo, Marsella, Montañas de Languedoc, Lacaune
OTROS MOTIVOS:
1. Descripción de la indumentaria típica del XVI 2. Retrato del pastelero Gabriel de Espinosa 3. Descripción de un teatro en el siglo XVI 4. Valoración de la comedia en el siglo XVI 5. Descripción de la sociedad de clases del siglo XVI 6. Exorcismo 7. Diatriba contra Felipe II 8. Explicación de la reforma protestante y de sus consecuencias políticas 9. Ejecución de Gabriel de Espinosa
APELLIDOS/SEUDÓNIMO AUTOR:
Escosura
NOMBRE AUTOR:
Patricio de la
FRAGMENTO DONDE APARECE:
1. Todo en aquel tiempo llevaba en España el sello del carácter severo y sombrío de su monarca. Cada una de las clases del Estado se distinguía en todo género de actos por sus insignias, por la calidad y hechura de sus vestidos. El color más de moda era el negro; los militares eran acaso los únicos que vestían de color; los adornos eran ricos y costosos, pero sencillos y graves: un cintillo, de diamantes par presilla en el bonete, una larga y gruesa cadena de oro colgando del cuello, y dando una o más vueltas sobre el pecho, y una sortija de valor en algún dedo.
El traje del siglo era airoso: Vandick, dice Walter Scott, lo ha inmortalizado. En efecto, o es la magia de aquel gracioso pincel, o verdaderamente el corte y disposición de los tales vestidos era infinitamente superior a los inconcebibles arreos de que hoy nos vemos cargados. Confieso ingenuamente que como no sea la idea de asimilarnos a los monos, no concibo cuál fuese la del inventor de los faldones de nuestros fraques. El pantalón, a la verdad, ya se entiende, porque la especie ha degenerado ya tanto, que apenas hay pierna masculina capaz de llevar con honor el calzón ajustado. ¡Pero el chaleco, casaca, y sobre todo, el corbatín! El corbatín -instrumento eterno de suplicio para el hombre obeso y corto de cuello, a quien no deja respirar, y para el ético agrullado, cuya cabeza, dejándose ver sobre una columna de raso o terciopelo, parece blanco puesto allí para diversión de muchachos-, el corbatín, repito, es la más desatinada de las invenciones.
Pero aún es mayor disparate entretener al lector con tales reflexiones: para concluir en general esta materia, diré que el calzón en aquel tiempo era ajustado y largo, que llegaba hasta la garganta del pie; la bota como la de campaña; el jubón, ajustado a la forma del cuerpo, llegaba hasta la cintura, a la cual se ajustaba por medio de un cinturón, del que ordinariamente pendía la espada; comúnmente estaba, como entonces decían, acuchillado, es decir, con ciertas aberturas cubiertas con unos bollos de seda en los ricos, y de lienzo más o menos fino en los artesanos y demás clases pobres.
El pueblo andaba de ordinario en cuerpo, y es natural, pues de esta manera estaba el hombre más desembarazado para entregarse a sus faenas; y en la cabeza llevaban los plebeyos un sombrero de copa redonda y ala ancha, al paso que los nobles, los funcionarios públicos, los criados y demás gente ciudadana, o por una razón o por otra, superior a la plebe, usaban la capa corta, que no pasaba de la cintura, y un bonete o gorra semejante; si no igual; a la que vemos en nuestros cómicos cuando representan las comedias de Lope; Calderón, etcétera.
El traje de camino variaba en algún tanto: éste era constantemente de color menos fino y delicado que el de la ciudad; y en lugar de la capa corta se llevaba el gabán, especie de capotillo sin mangas, y que cuando la ocasión lo requería, se usaba con forro de pieles; y aun a veces una capa parecida en las dimensiones a las del día.
2. El rostro puede decirse que no se le veía, pues el ala inmensa de su sombrero no daba lugar a ello; pero si alguna vez por un movimiento brusco se dejaba ver, dos ojos negros como el ébano, vivos, penetrantes, y entre airados y melancólicos, hacían dudar de si las arrugas que le cubrían eran efectos de pesares y trabajos, o de una edad que se aviene mal con tanto fuego, y músculos tan vigorosos en la apariencia como los suyos.
3. Desde luego, nadie creerá que se tratase de teatro: nada menos que eso; ni siquiera una barraca como las que los tratantes forman hoy en las ferias y romerías.
Todo el aparato consistía en cuatro puntales hincados a mano en el suelo y que terminándose en forma de horquillas por su extremo superior, servían de apoyo a otros cuatro palos horizontalmente colocados, y dispuestos en forma de figura cuadrada.
De estos pendían, no sé si diga cortinas o harapos, que cerrando tres lados del rectángulo sólo dejaban uno descubierto, para que por él pudieran los concurrentes gozar del espectáculo.
Detrás de la cortina del fondo estaba colocada la música, mejor diré el músico, que tocaba una dulzaina y a más un tamboril guarnecido de sonajas, instrumentos que producían una armonía grata, por lo menos a la mayor parte de los oídos para que estaba destinada.
4. Solo un principio, o, por mejor decir, un fin, era el que se proponían los autores; divertir al público. La moral, si la había, era una cosa secundaria; riérase el espectador, y el fin estaba conseguido. Las gracias, de que realmente abundaban aquellas primeras composiciones, no eran siempre del mejor gusto. La cultura del siglo se echaba de ver en las obras dramáticas; pero obsérvese que al paso que gracioso y chocarrero en el teatro eran una misma cosa, el espíritu de metafísica y controversia que entonces dominaba de tal modo que puede decirse era el carácter de la época, se extendía hasta los diálogos de los personajes cómicos.
El amor, sobre todo, era el tema perpetuo de sus disertaciones, y lo más singular que los disertantes eran siempre los mismos enamorados.
Que diserte del amor el que no ama; que el filósofo lo mire como una aberración del entendimiento cuando ya ha cumplido los sesenta años; que el filósofo nos diga que, en el orden moral, es una enfermedad, ni más ni menos, como en el físico lo es un tabardillo pintado, todo esto se entiende y explica; pero que el poeta cómico, cuyo principal, cuyo único estudio debe ser el del corazón humano, ponga en boca de personas que quiere hacer pasar por enamoradas las extrañas sutilezas sobre el amor, y que haga pasar el tiempo a los amantes discurriendo en vez de acariciarse, es cosa verdaderamente intolerable. Apelo, si no, al testimonio de mis amables lectores; díganme sinceramente qué pensarían si el hombre que distinguen al llegarse a ellas, en vez de ponderar sus atractivos, encarecer su cariño y ver por todos los medios posibles de arrancar un dulce, si entrara explicándoles el efecto de las pasiones en el corazón y la cabeza, probando que cuando el hombre está dominado por ellas es un demente, o citando como don Hermógenes a toda la antigüedad para demostrar las que gustan de ellas.
5. Ya lo hemos dicho otra vez; las jerarquías sociales se hallaban entonces más marcadas, o por mejor decir, tenían una existencia de hecho que conservan hoy, aunque mutilada.
Esta existencia era visible; un noble no sólo tenía en su casa ahumados pergaminos y vistosos escudos de armas, sino que, en virtud de ello, gozaba de ciertos privilegios, y estaba sujeto a determinadas cargas enteramente distintas de las que pesaban sobre el que no lo era.
De aquí resultaba, como consecuencia precisa, que la educación de la nobleza era especial, las maneras de sus individuos peculiar a la clase, y distintas enteramente de las del resto de la sociedad.
Por su parte, las órdenes inferiores del Estado, nacidas para la agricultura, las artes y el comercio, a los que entonces, por desgracia, no se daba aún la importancia que merecen, se habituaban desde la niñez a usar de gran deferencia con los nobles, y era raro ver que se apartasen de tal sistema, pues cuando algún espíritu revoltoso quería salir de su esfera; tardaba poco en experimentar los malos efectos de querer volar más alto con cortas alas.
6. Media hora después de terminada la discusión entre el marqués; el comendador y el capellán, entró este último en la estancia de don Juan, vestido de sobrepelliz y estola, con el bonete en la cabeza, en la mano derecha un hisopo, y en la izquierda un misal abierto.
Seguíale un lacayo con un caldero de agua bendita, otro con una taza de aceite, el marqués y su mayordomo, y dos o tres criados más, todos con el rosario en la mano.
Don Juan estaba aletargado sobre su lecho, encima del cual se había arrojado cuando salió del comedor con la precipitación que se ha visto, y como el padre Teobaldo y su comitiva entraron silenciosamente en su aposento, nada sintió.
Rodearon, pues, su cama, y, quedándose el capellán a los pies, comenzó a leer en voz baja algunas oraciones del misal, respondiendo los circunstantes amén cada vez que terminaba una de ellas.
Al cabo de algunos minutos de rezo le pareció bien al padre rociar al demonio con agua bendita, y, mojando el hisopo en el caldero; le mojó la cara a su sabor, con lo que despertó al pobre don Juan; incorporose éste en la cama, y no sin algún sobresalto contemplaba el extraño grupo que veía, cuando una segunda descarga del hisopo le inundó completamente el rostro.
-Váyanse a todos los diablos -exclamó colérico- o por vida...
-Hermano don Juan, sosegaos, que por vuestro bien se hace todo esto -le interrumpió el marqués, asiéndole de un brazo.
Le coge Vargas la cara lo mejor que pudo, y se encaró con su hermano, mirándolo de hito en hito para asegurarse que, en efecto, era él quien le hablaba, y que no era un sueño cuanto estaba sucediendo.
Entre tanto, el capellán rezaba y rociaba intrépidamente, y el mayordomo y las criadas respondían amén siempre que les tocaba.
Viendo don Juan que de toda aquello no le resultaría más mal que el de mojarse alguna cosa, y que su hermano parecía tener particular empeño en que siguiera la operación, resolvió tolerarlo; y cruzándose de brazos permaneció inmóvil, limitándose a observar cuidadosamente los movimientos de cuantos le rodeaban.
A cierta seña del capellán, el criado de la taza de aceite se aproximó al marqués, y éste, tomándola en las manos, se la acercó a los labios a su hermano «Bebed, don Juan, le dijo, bebed, siquiera por amor de mí».
Tomó Vargas la taza con mucho sosiego, y se disponía tal vez a beberla, pero el olor del aceite, en el cual iban además algunos granos de incienso, era tan fuerte, que lo percibió inmediatamente.
Entonces miró el brebaje de la taza, y, volviéndose al marqués, le preguntó:
-¿Esto queréis que beba, hermano?
-Sí, hermano, bebedla y sanaréis de vuestra dolencia.
-Yo no estoy enfermo; estáis engañado; no estoy enfermo.
-Enfermo estáis -dijo el capellán-, y de enfermedad mortal.
-Padre, no estoy enfermo; mi salud es cabal, nada me duele.
-El alma, el alma es la enferma.
-Tal vez.
-Bebed, don Juan -volvió a decir el marqués.
-No, no, hermano, no; este brebaje me haría reventar.
-Es preciso beberla -exclamó el capellán.
-Es preciso -repitió el marqués.
-Es preciso, es preciso -dijeron en coro los criados.
-Pues no la bebo, señores, no la bebo -replicó el interesado, volviendo a poner la taza en el plato que tenía el marqués en la mano.
Éste se la entregó al mayordomo, y al mismo tiempo echó a andar para salir del aposento, y, en efecto, salió. Entonces dos criados se aproximaron a don Juan para obligarle a beber; mas él, conociéndolo, cogió de nuevo la taza; bautizó con ella al mayordomo, y saltando en seguida de la cama, asió la espada que a la cabecera de ella tenía, y dio tras de todos a palos.
La puerta les parecía estrecha para salir por ella a cuantos había en el cuarto, incluso el capellán, y con tanta precipitación quisieron huir, que al llegar a una escalera, por la que precisamente tenían qué pasar, se le enredaron las piernas al mayordomo entre las del que llevaba la caldera, y uno y otro rodaron de alto a bajo, poniendo el grito en el cielo; la caldera, suelta, soltó toda el agua que contenía, y después con estrépito notable siguió a su portador hasta el piso bajo.
Los perros del marqués, que eran bastantes, comenzaron a ladrar, y uno de ellos, abalanzándose a los dos caídos, sacó en triunfo el peluquín del mayordomo, que maltrecho yacía al pie de la escalera.
El capellán y los restantes llegaron sin tropiezo hasta aquel punto, pero allí tropezaron en los dos que, por bajar más deprisa, llegaron antes.
Los primeros poseedores del suelo renovaron sus aullidos al recibir encima a sus compañeros, y estos, enredados unos con otros, y no acertando a levantarse, gritaban también cuanto podían. Tan extraordinario rumor alarmó toda la casa, de modo que inmediatamente acudieron el marqués, el comendador, el cocinero, sus ayudantes, los pinches, etcétera.
Hinojosa soltó la carcajada viendo el singular grupo de hombres y perros que había al pie de la escalera, y a don Juan, que con la espada en la mano lo contemplaba desde lo alto de ella.
Era, en efecto; difícil no reírse: la calva del mayordomo salía de entre las piernas de un lacayo, y las narices del padre capellán hacían parte integrante del posterior de otro.
Un podenco se había sentado sobre la espalda de uno con la peluca en la boca, y otros dos o tres se entretenían con las piernas de los pobres caídos.
El primer cuidado de los recién venidos fue levantarlos a todos y examinar si tenían alguna herida, pero felizmente no hallaron más que tal o cual chichón; aunque no había uno que no se quejase como si se hallara en la hora de la muerte.
Puesto ya en pie el capellán, y recobrada su estola; que había perdido en la retirada, volvió la cabeza a la escalera, y viendo en ella a don Juan; como ya se ha dicho, echó a huir de nuevo, diciendo:
-Te conjuro, espíritu rebelde, te conjuro en nombre de Dios.
El comendador mandó retirar a todos los caídos, y habiéndolo hecho por sí el marqués, sentido del mal éxito de aquella empresa, se quedó Hinojosa sólo con don Juan, a quien rogó que pasara con él a su cuarto, en lo que este consintió sin dificultad.
7. Cobarde, como su padre valiente; cruel, como aquel generoso; y fanático, como religioso era Carlos, ningún crimen arredraba a Felipe cuando se trataba de su seguridad, de su venganza, o de los mal entendidos intereses de su religión.
Parricida en el príncipe don Carlos, fratricida en don Juan de Austria, ¿qué podía esperarse que hiciese con sus sobrinas?
Relativamente hablando, su conducta con ellas fue excelente, pues se limitó a sepultar a ambas en el claustro, contentándose con extinguir así la descendencia de un hombre que aun muerto le causaba celos.
8. A principios del siglo XVI fueron tantos y tales los abusos de las facultades espirituales que en materia de bulas e indulgencias hizo la corte de Roma; que en Alemania, país eminentemente pensador, dos frailes, Lutero y Calvino, se alzaron contra ella practicaron la reforma de la religión cristiana conocida con el nombre de protestantismo; y a pesar del emperador; del papa y del concilio, luchando con las armas del uno, las excomuniones y los legadas del otro, y con los cánones y censuras del último, hicieron considerable número de prosélitos, atrayendo a su creencia príncipes ilustres y naciones enteras.
Lutero y Calvino dieron al poder de los papas un golpe funesto que los progresos de la civilización social prepararon hasta entonces, y en lo sucesivo hicieron verdaderamente mortal. Desde entonces, los sucesores de San Pedro perdieron aquel poder en virtud del cual daban y quitaban las coronas. Inglaterra, Suecia, Flandes, gran parte de la Alemania, se separaron del regazo de la iglesia católica; la Francia misma rehusó admitir el concilio tridentino, y la Europa entera empezó a creerse con derecho a pensar en materias de religión, cosa hasta entonces mirada como una blasfemia.
Las consecuencias que aquellos sucesos tuvieron en el orden político son harto conocidas; y aunque esta novela no se ha escrito a propósito para hablar de ellas, se nos permitirá que observemos que Inglaterra fue el primer país enteramente protestante, y que en él es en donde la libertad civil es también más antigua.
Carlos I se declaró protector del concilio de Trento, y persiguió constantemente a los reformadores. Pero en Alemania no pudo extinguirlos: en España fue donde, auxiliado por la inquisición, de abominable memoria, logró que jamás los hubiese a cara descubierta.
Las crueldades del tribunal de la fe no fueron, sin embargo, durante su reinado, comparables a las que se ejercieron bajo el cetro de hierro de su hijo Felipe II, cuyo nombre ha llegado a nuestros días y pasará a la más remota posteridad, como el baldón de su siglo y de la patria que le dio el ser.
Todas o la mayor parte de las religiones han debido acaso a la persecución su mayor incremento; y a excepción del mahometismo, ninguna se ha extendido con la rapidez que la protestante. En vano se le opusieron cuantos diques alcanzaron el poder y la iglesia dominante; salvolos todos, y embravecida como un torrente por la resistencia, llegó a hacerse temible para sus perseguidores.
No eran entonces los españoles un pueblo insignificante, como después lo fueron, gracias a tres siglos de cadenas, ricos, poderosos y conquistadores, en todo el orbe se veía a los invencibles tercios castellanos cubriéndose de gloria; sus mercaderes tenían relaciones comerciales con todas las naciones; y el oro mejicano hacía de nosotros los banqueros del mundo. Entonces se viajaba; en aquellos viajes había comunicación con extranjeros; y de este modo la reforma religiosa llegó a hacerse partidarios, y no en pequeño número, en el corazón mismo de Castilla.
Naturalmente, los primeros protestantes fueron eclesiásticos; para nadie podía tener más interés la cuestión que para ellos y unos la examinaban por curiosidad, otros para instruirse. Algunos creyeron las nuevas doctrinas más conformes al espíritu del Evangelio que las antiguas; otros, lo contrario; y estos en España fueron en mayor número. Apoyados los últimos en la ley, y disponiendo de la fuerza, persiguieron encarnizadamente a los primeros, quienes se refugiaron, como todo proscrito, en la oscuridad.
No había acaso ciudad en España en que los protestantes, los judíos; y hasta los mahometanos no tuviesen conventículos secretos que la inquisición fue descubriendo sucesivamente. Para llevar legalmente a la hoguera a los desventurados que los formaban, no se necesitaba más que probarles su diferencia de religión; pero el espíritu de partido, no contento con aplicarlos el tormento y quemarlos después, quiso que bajasen al sepulcro manchada su memoria con la imputación de crímenes cuya atrocidad misma los hace absurdos e increíbles.
Los niños degollados bárbaramente, las imágenes del Redentor injuriadas de una manera abominable, eran las más pequeñas de las infamias de que los inquisidores acusaban a sus víctimas. La pluma se niega a entrar en pormenores sobre esta materia, y el entendimiento concibe apenas que se hayan conducida al suplicio a millares de infelices, pretendiendo haberles probado que volaban o que tenían en sus casas a pupilo algunos diablos en figura; de sapos, con obligación de vestirlos de terciopelo y darles a comer huesos de difuntos.
9. El resultado fue que Gabriel fue condenado a la pena de ser arrastrado, ahorcado y descuartizado; a la misma fray Miguel, después de la competente degradación; y la señora doña Ana de Austria a reclusión perpetua en una celda de un convento, ayunando todos los viernes a pan y agua y tratada los demás días como otra monja cualquiera, sin servidumbre, ni poder jamás aspirar a ser prelada, ni a ejercer cargo alguno.
El martes 2 de julio de 1596, después de diez meses de prisión, sufrió la condena en la plaza de Madrigal el desventurado Gabriel, o don Sebastián.
Sus últimos momentos fueron dignos de un cristiano y de un príncipe. Oyendo decir al pregonero:
-Ésta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor, y el alcalde don Rodrigo Santillana en su nombre a este hombre, por traidor al rey nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil y bajo se había querido hacer persona real, le mandan arrastrar, y, que sea ahorcado en la plaza pública de esta villa; y su cabeza puesta en un palo. Quien tal hace, que así lo pague.
-¡Traidor! -exclamó-. ¡Eso no! Hombre vil y bajo, Dios lo sabe.
Al salir del serón, y ya al pie de la horca, se puso en pie con reposado continente, y tendiendo la vista alrededor de la plaza, descubrió en una ventana de la cárcel a don Rodrigo de Santillana; que estaba allí con objeto de recibirle la última declaración, si quería prestársela.
Entonces ardió en cólera, y no pudo menos de gritar:
-¡Ah, señor don Rodrigo, señor don Rodrigo!
El juez, aterrado, bajó los ojos y perdió el color; pero un jesuita de los que auxiliaban al paciente se le puso delante y trató de convertir todos sus pensamientos al cielo. Consiguiose esto por el momento; y Gabriel, después de reconciliado, subió con firmeza a la horca.
Parose en el penúltimo escalón, y como el verdugo le dijese que subiera otro, se volvió a él, y le dijo con desprecio:
-¡Esto nos faltaba!
Sentado ya, volvió la vista una o dos veces hacia la ventana de la cárcel; y mirando colérico a don Rodrigo, le apostrofó en voz de trueno; pero los agonizantes no le dieron lugar a citarle ante el tribunal de Dios, que era lo que pretendía hacer, según se había explicado en la capilla.
Él mismo se arregló el dogal al cuello, como si fuera una valona; repitió en tono firme las palabras del credo, que un jesuita decía; y murió de la muerte de los malhechores, con el mismo aliento que un mártir.
TIPO DE PUBLICACIÓN:
Novela
FECHA:
01/01/1835
PAGINAS:
1. Págs. 10-11
2. Pág. 12
3. Pág. 34
4. Págs. 36-37
5. Pág. 39
6. Págs. 49-51
7. Págs. 84-85
8. Págs. 163-164
IMPRENTA:
Imprenta de Repullés
LUGAR DE IMPRESIÓN:
Madrid
MODALIDAD NOVELA:
Histórica
RESUMEN:
Juan de Vargas es un noble español que, en un viaje, pasa por el pueblo de Madrigal. Allí se enamora perdidamente de Inés, una mujer que vive con un misterioso pastelero llamado Gabriel de Espinosa. Tal hombre parece tener un comportamiento muy extraño para alguien de su clase social. Posteriormente, Juan de Vargas acaba regresando a Madrigal movido por su amor hacia Inés. Ella entonces le cuenta que Gabriel es en realidad el rey Sebastián de Portugal, de quien su padre era soldado, y que está conspirando para recuperar su trono. A Juan se le propone entrar en la conspiración, y acepta movido por su amor hacia Inés. No obstante, la conjuración acaba destapándose y Gabriel de Espinosa es ejecutado. Juan, sin embargo, logra casarse con Inés y finalizan sus vidas en un matrimonio feliz.
ASPECTOS FORMALES:
Novela histórica romántica en la línea de las de Walter Scott. La narración está articulada de tal manera que se mantiene en todo momento un misterio: ¿quién es realmente Gabriel de Espinosa? La novela concluye sin que haya una respuesta certera a este interrogante. Ni siquiera queda claro si realmente es el rey de Portugal u otra persona. Con respecto a la identidad de ese personaje en esta novela, véase el artículo de María Sol Teruelo Nuñez (1984): «"Ni rey ni roque": valor y significación del título». Archivum: Revista de la facultad de filología, 34, págs. 361-376
OBSERVACIONES:
Las citas provienen de la edición de 1975, en Madrid, editorial Tebas. El enlace corresponde a una versión del texto en formato HTML, en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
AÑO:
1835
PERSONAJES PRINCIPALES:
Gabriel Espinosa, Juan de Vargas
PERSONAJES SECUNDARIOS:
Ana de Austria, Antonio de Portugal, prior de Crato, Clara, hija de Sebastián Contiño de Álvarez, Corregidor de Madrigal, Don Juan de Austria, Enrique I de Portugal, Felipe II, Fray Miguel de los Santos, Inés, hija de Sebastián Contiño de Álvarez, María de Sotomayor de Castro, esposa de Sebastián Contiño de Álvarez, Pedro Hinojosa de Vargas, comendador del hábito de Santiago, Rodrigo Santillana, Sebastián I de Portugal
COMO CITAR:
Javier Muñoz de Morales Galiana, «Ni rey ni roque: episodio histórico del reinado de Felipe II. Año 1595». Proyecto I+D+i «Leer y escribir la nación: mitos e imaginarios literarios de España (1831-1879)» (Ref: FFI2017-82177-P) <<https://imaginariosnacionalesxix.uca.es/>> [fecha de consulta].
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