Información completa de la obra: Los monfíes de las Alpujarras

TÍTULO:
Los monfíes de las Alpujarras
TEMA PRINCIPAL:
Rebelión de los moriscos en las Alpujarras
LUGAR PRINCIPAL:
Alpujarras
LUGARES SECUNDARIOS:
Granada, Salamanca, Lanjarón, Serranía de Ronda, Sierra Bermeja, Orgiva, El Padol, Ándarax, Peña Partida, Cádiar
OTROS MOTIVOS:
1. Edicto de Carlos V contra el islam 2. Valoración de la arquitectura morisca 3. Abdicación de Carlos V 4. Descripción de la indumentaria de los monfíes 5. Retrato del príncipe don Carlos 6. Descripción de Granada en el XVI 7. Descripción de un corral de comedias 8. Reflexión sobre el papel de los musulmanes en la cultura española 9. Diatriba contra el reinado de Felipe II
APELLIDOS/SEUDÓNIMO AUTOR:
Fernández y González
NOMBRE AUTOR:
Manuel
FRAGMENTO DONDE APARECE:
1. El edicto, aprobado en firmado en 1530 por el emperador don Carlos, que a pesar de esto no se había promulgado solemnemente, por no haberse creído oportuno exasperar a los moriscos, era en sustancia lo siguiente: El emperador, reconociendo las buenas y justas razones que le había expuesto su consejo, decía a sus buenos vasallos, los moriscos del reino de Granada, que: «Habiéndose reunido los años pasados doctos y justos varones, cuyos nombres se citaban largamente, y habiendo estos varones visto y examinado los capítulos y condiciones de las paces que se concedieron a los moros cuando se rindieron, el asiento que tomó de nuevo con ellos el arzobispo de Toledo, cuando se convirtieron, y las cédulas y provisores de los Reyes Católicos, juntamente con las relaciones y pareceres de hombres graves, y visto todo hallaron: que mientras se vistiesen y hablasen como moros, conservarían la memoria de su secta y no serían buenos cristianos, y en quitárselos no se les hacía agravio, antes era hacerles buena obra, pues lo profesaban y decían, se les mandaba dejar su lengua para siempre jamás, y no hablar sino en castellano; que no fuesen válidas las escrituras ni tratos que hiciesen en lengua arábiga; que dejasen de usar su antiguo traje y usasen el castellano; que abandonasen la costumbre de sus baños; que tuviesen las puertas de sus casas abiertas los días de fiesta y días de viernes y sábado; que no usasen las leilas y zambras a la morisca; que no se tiñesen las mujeres las uñas de las manos y de los pies; que no usasen perfumes en los cabellos; que fuesen por la calle con los rostros descubiertos como las castellanas; que en los desposorios y casamientos no usasen ceremonias moriscas, sino que se hiciese todo con arreglo a los preceptos de la Iglesia católica; que el día de la boda tuviesen la casa abierta; que oyesen misa; que no tuviesen consigo niños expósitos; que no usasen de sobrenombre, y últimamente, que no tuviesen consigo berberiscos libres ni cautivos.» Este edicto acababa de anular las capitulaciones de la conquista de Granada, ya en años anteriores harto bastardeadas: los moriscos se encontraban reducidos a la condición de un pueblo que se hubiese rendido a la discreción. 2. Ningún pueblo como el pueblo árabe, y su descendiente el moro, ha llegado a la belleza de las formas, al refinamiento del gusto, a lo voluptuoso de los contrastes, en lo referente a la construcción de sus habitaciones. La casa de un moro, por pobre que fuese, era ya una cosa bella, porque lo bello estaba y está en el carácter de su arquitectura: la vivienda de un moro rico era ya un verdadero alcázar cuya construcción, en cuyo aspecto, se notaban unidos, enlazados, la religión y el amor: si hay mucho de voluptuoso, de lascivo en los arcos calados, en los triples transparentes, en la media luz que por estos arcos y transparentes penetra en las cámaras; en las labores doradas sobre fondos esmaltados, en los brillantes mosaicos, en las fuentes que murmuran sobre pavimentos de mármol, había también en todo aquello mucho de místico, considerado el misticismo desde el punto de vista de las creencias musulmanas. Visitad los restos de la Alhambra: cualquiera de sus admirables cámaras, ya sea la de los Embajadores, ya la de los Abencerrajes, ya la de las Dos Hermanas; ya vaguéis entre los arcos del patio de los Leones, ya bajo las cúpulas de la sala de Justicia, cualquiera de aquellos admirables restos, repetimos, si tenéis ojos para ver y corazón para sentir, os trasladarán a otros tiempos y a otras gentes; os harán aspirar en cada retrete el sentimiento del amor y de la religión de los musulmanes; os explicarán cómo aquel pueblo pudo llenar una página tan brillante en el interminable libro que ha escrito, escribe y sigue escribiendo la humanidad: son a un tiempo poesías eróticas y salmos sagrados; cantos de guerra y sueños de molicie; la espada del Islam, el libro de la ley y el velo de oro de la hermosa odalisca, todo junto, todo confundido: la materia y el espíritu, la luz y la sombra, y sobre todo esto lo romancesco, lo ideal, lo bello, lo sublime. 3. Hay en la historia de nuestra patria una página correspondiente al siglo XVI. Esta página está llena con un hecho admirable. Este hecho es la abdicación del emperador Carlos V en su hijo don Felipe II. Fuese aquella abdicación producto del hastío del emperador hacia las grandezas humanas, fuese aconsejada por el egoísmo de un soberano que conociendo a tiempo que sus años y sus fuerzas eran insuficientes para sostener la carga de tan dilatados imperios, la dejase caer sobre los robustos hombros de su hijo, la página que contiene aquella abdicación es la más gloriosa de la historia de Carlos V, ya se considere bajo el punto de vista de un hombre que ha llegado a ser bastante grande para sobreponerse a las grandezas humanas, ya del de una sabia previsión política. Aquella abdicación asombró al mundo; aún asombra hoy a los que no comprenden cuánto contribuye un postrer acto de humildad en un hombre tal como Carlos V para aumentar la grandeza de su fama: el temido emperador acabó siendo respetado; el pecador siendo perdonado; la severidad de las generaciones encargadas de juzgarlo, se estrella contra los muros del monasterio de San Yuste. 4. Cuando saliendo de la penumbra de la selva aquellos hombres se pusieron bajo la luz de la luna, pudo verse que sus semblantes eran feroces, casi salvajes: su traje era característico y bravío: llevaban en la cabeza un pequeño turbante blanco; ceñido su cuerpo por un sayo pardo, con mangas anchas, bajo las cuales se veían sus velludos brazos; este sayo, cuya falda apenas les llegaba a las rodillas, estaba ceñido en la cintura por una faja encarnada y anchísima, en la cual estaban sujetos un alfanje corvo y corto, y un par de largos pistoletes; pendiente de un ancho talabarte llevaban a la espalda una aljaba llena de venablos o saetas; cada uno de estos hombres mostraba en su mano una fuerte ballesta, y por último, unas calzas de lana azul y unas abarcas, cuyos filamentos de cuero rodeaban sus piernas hasta atarse debajo de las rodillas, completaban su severa y enérgica vestimenta. 5. El príncipe, a pesar de sus pocos años, era uno de esos seres repugnantes que se han gastado practicando constantemente el vicio; su palidez enfermiza, sus ojos de un color impuro, la especie de vejez prematura que sobre aquel semblante lívido aparecía, y la fosforescente insensatez de su mirada, demostraban que su organización había sufrido mucho a causa de los excesos. En los gruesos labios que había heredado de su padre, se adivinaba que el temblor de la cólera era su expresión habitual: tenía los ojos azules, el cabello y las cejas rubias, y estaba flaco, muy flaco. 6. El golpe de vista que se gozaba desde la ermita de San Sebastián era bellísimo: una ciudad maravillosa, Granada, iluminada por los primeros rayos del sol de la mañana, aparecía extendiéndose su anfiteatro desde el puente de Genil hasta la encumbrada Alhambra, que recortaba sobre el purísimo y radiante azul del cielo, sus torres y muros almenados, y sobre estos y entre aquellos, los verdes cipreses de los adarves de la torre de la Vela de la Alcazaba, el bello palacio del emperador Carlos V, y la iglesia de santa María. Más cerca las torres Bermejas, con sus robustas defensas; el cerro de los mártires, cubierto de cármenes, y estos cármenes cubiertos de verdura, a pesar de la estación, merced al verdor eterno de los laureles, los naranjos, los cipreses y los nopales. Más abajo, los muros, siguiendo las inflexiones de las colinas; la Puerta del Sol, las torres de la ribera de los Molinos, la puerta de Bib Lachar, el Cuarto Real, la puerta, la del Rastro, de Bib-Ataubin, la Real, de Bib-Arrambla, hasta perderse a lo lejos entre las calles de la ciudad nueva; y dentro de los muros, cubriendo las colinas, casas blancas como tórtolas en su nido, entre las que brotaban cipreses y laureles, y los campanarios de las parroquias y de los conventos, y de las capillas; y todos aquellos capiteles relumbrando, todas aquellas casas frescas y galanas, todo aquel verdor desmintiendo al invierno y aquellos pesando sobre las cumbres; todo visto a través del dorado vapor producido por la luz matinal del sol naciente, y a la derecha la Sierra-Nevada con su turbante de nubes, su blanco manto y sus anfiteatros de montañas; a la izquierda la extendida vega y las distantes y azules cordilleras; cerca el murmurante y claro Genil; en torno la tierra empapada por la lluvia exhalando un tenue vapor bajo los rayos del sol; todo aquello, repetimos, era magnífica poesía, escrita la mitad por la mano de Dios, la otra mitad por la mano del hombre. 7. Tres de sus lados mostraban sus ventanas y corredores henchidos de damas, aderezadas, pintadas o afeitadas, como se decía entonces, luciendo su desnudez a pesar del frío; entre las damas cubiertas de plumas y de relumbrones, caballeros jóvenes, maduros y viejos, no menos enjalbegados y aliñados muchos de ellos, más que las mujeres: en un aposento grande, al frente, se veía el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición; en otro al lado, el capitán general y sus tenientes y oficiales; más allá el aposento de la Chancillería, y luego el de la ciudad: todos estos aposentos tenían en sus balaustradas, así como los ocupados por las damas y caballeros particulares, ricas colgaduras de seda o de terciopelo, del color y con las armas que correspondían a cada corporación o familia, lo que, siendo muchos los colores y harto diferentes los blasones y las empresas, formaba un peregrino contraste: solo había una colgadura o repostero que no tenía armas ni empresa; pero en cambio era tan rico, tan recargado de oro y adornos, que valía él solo por todos los del corral: este repostero era el del aposento llamado don Alfonso de Fuensalida. Descendiendo al patio, allí era también grande la variedad de colores, cintas y preseas: ocupaban las sillas hombres, en general, y algunas damas galantes en la delantera junto a los músicos: a medida que las sillas estaban más lejos de la escena, era menor el lujo de los que las ocupaban, y al fin, allá en último término, estrujándose, apretándose, pisándose, apostrofándose, produciendo un ruido infernal, estaba la gente de a pie, compuesta de hidalgos pobres y de gente baldía. El cuarto lado del corral estaba enteramente ocupado por el escenario y por los tapices que encubrían los cuartos provisionales donde se vestían los actores: el escenario, propiamente dicho, formado por dos pabellones de damasco rojo y un tapiz de Flandes, sobre un tablado de una vara de altura, estaba inclinado notablemente hacia la derecha, y de tal modo, que el aposento más cercano a él era el de la celosía. Esto tenía sus razones, sin duda, pero los que ocupaban los aposentos y las sillas de la izquierda se quejaban con razón, porque desde sus puestos no podía verse bien lo que pasaba en el escenario. 8. España, embrutecida, fanatizada por sus frailes, no conocía los grandes beneficios que debía a la civilización de los árabes y de sus descendientes los moros; si tenía industria, aquella industria era originaria de árabes; si se había suavizado la gótica rudeza de sus costumbres, a su contacto continuo con los árabes lo debía; si su agricultura había mejorado; si los antes yermos campos habían sido transformados en fértiles campiñas por los canales de riego, aquellos canales los habían abierto los árabes; si sus médicos, si sus letrados sabían algo, aquellos médicos, aquellos letrados habían ido a beber la ciencia a las escuelas de Córdoba, o la habían encontrado en los libros que de aquellas escuelas salían como otras tantas antorchas luminosas; el espíritu civilizador del pueblo árabe se había infiltrado de una manera profunda en el pueblo español; de ellos habían tomado este, en el lenguaje un número incalculable de voces, en sus códigos gran número de leyes; había adoptado casi por completo sus sistemas monetario y administrativo, y hasta la denominación de sus ministros de justicia, y de muchos de los altos cargos del Estado; al poco tiempo de la dominación de los árabes en España, el jefe de las fuerzas marítimas de los solariegos, de los españoles indígenas, se llamaba almirante; alcalde, el juez; alcaide, el gobernador de plaza fuerte; alguacil, el encargado de las obligaciones menudas de la ley; su arquitectura, sus trajes, sus armas, tomaron su bello carácter oriental que las distingue de los edificios, de los trajes y de las armas de los otros estados contemporáneos de Europa, y hasta en su religión existe, como un testimonio irrefragable de la influencia de los árabes sobre los solariegos, el misal mozárabe; ellos, con sus órdenes religiosas de los rabits y los morabitllos, dieron la norma de las órdenes religioso-militares, y hasta en las diversiones públicas nos legaron las justas, las cañas, la lidia de toros; en poesía, en música, nos dieron su carácter y sus instrumentos; la buena poesía española de nuestros tiempos aún conserva el sonido cadencioso, y la forma hiperbólica de la poesía árabe, y aún conservamos la guitarra, como instrumento de placer; el timbal y el tambor como instrumentos de guerra; nuestras enseñas de honor, las banderas que nos han llevado tanto tiempo al combate y al triunfo, no son las águilas romanas; nosotros, cuando más, hemos heredado de los romanos el estandarte, copia del lábaro; pero la bandera, y sobre todo el antiguo pendón de dos puntas de Castilla, son una copia de las divisas que ondeaban en su centro las apiñadas taifas de los sectarios del Profeta. 9. ¿Quién sabe lo que pudo haber sido de Europa, por la imprevisión de Felipe II, por lo antipolítico de su opresor fanatismo, por su ciega confianza en las fuerzas del clero y de las gentes de justicia? En el reino de Granada, como en todo país recién conquistado, se necesitaba un gobierno justo y benévolo para atraer, un ejército respetable para reprimir. Nada de esto había; se azotaba al vencido, se le provocaba, se le excitaba a la rebelión, y no se tenía ningún medio represivo.
TIPO DE PUBLICACIÓN:
Novela
FECHA:
01/01/1856
PAGINAS:
1. Págs. 4-5 2. Pág. 6 3. Pág. 12 4. Pág. 14 5. Pág. 154 6. Pág. 201 7. Pág. 220 8. Pág. 287 9. Pág. 305
IMPRENTA:
Gaspar y Roig
LUGAR DE IMPRESIÓN:
Madrid
MODALIDAD NOVELA:
Histórica
RESUMEN:
La acción se desarrolla en la España del XVI. Carlos V emite un edicto por el cual queda terminantemente prohibido el islam en el país, bajo la amenaza de la actuación inquisitorial en caso de que alguien se muestre infiel al cristianismo. Un joven morisco, Yaye, se muestra inconforme con esa ley, ya que es musulmán de corazón, y siente un profundo odio hacia los castellanos y hacia el cristianismo. Decide, por ello, conspirar en las Alpujarras, donde se estaba planeando una rebelión. El líder de los moriscos rebeldes, el emir Yuzuf, resulta ser el padre de Yaye, y lo nombra su heredero. Sin embargo, el destinado a ser el nuevo emir tiene un carácter excesivamente colérico, apasionado e impetuoso, que acaba trayéndole demasiados problemas. Está locamente enamorado de doña Isabel de Córdoba y Valor, una dama descendiente de los reyes de Granada que ha decidido convertirse al cristianismo; sin embargo, las diferencias religiosas de los dos amantes impiden que estos puedan tener una relación estable. Por ello, Yaye acaba teniendo otra relación en paralelo con la cuñada de Isabel, Elvira, casada con don Diego, legítimo heredero de la corona de Granada. Además, Isabel acaba contrayendo matrimonio con Miguel López, un hombre al que no ama, lo cual imposibilita toda posibilidad de casamiento con Yaye; en consecuencia, este último se casa con Estrella, una mujer hacia la que no siente nada sincero. En cualquier caso, las tres mujeres quedan embarazadas de Yaye, y cada una de ellas da a luz a un niño distinto. El hijo de Elvira, Aben-Humeya, pasa por ser hijo de don Diego y legítimo heredero del reino de Granada. Se granjea entonces la rivalidad del hijo de Isabel, Aben-Aboo, que realmente es su hermanastro aunque no lo sepa. Al ver Yaye las tensiones entre sus dos hijos, considera que la rebelión de las Alpujarras no puede triunfar con tantos conflictos internos; por ello, y aprovechando que había muerto su esposa, decide casarse con Isabel de Córdoba, que también estaba viuda, y reconocer a Aben-Aboo como su hijo legítimo. En el proceso, Yaye se ve forzado a convertirse al cristianismo, ya que Isabel se niega a aceptar su mano de cualquier otra forma; no obstante, su conversión es totalmente sincera, y a pesar de llevarla a cabo sigue apoyando la rebelión de las Alpujarras. Ya se disponía a hablar con Aben-Aboo para revelarle que es su padre y que lo nombra su heredero; no obstante, tanto el hijo de Isabel como Aben-Humeya sienten un enorme rencor hacia Yaye, a quien creen asesino de sus respectivos padres legítimos, y por ello planean aliarse para asesinarlo; le acaban dando muerte justo en el momento en el que le iba a revelar a Aben-Aboo toda la verdad. Tras esto, el criado de Yaye, Harum, se siente lleno de dolor, y decide vengar a su señor acabando con la vida de sus dos hijos. Para este propósito, primero se alía con Aben-Aboo, a quien pone en contra de su hermano; juntos planifican una treta mediante la que acaban quitando la vida a Aben-Humeya. Posteriormente, Harum se vuelve contra Aben-Aboo, a quien acaba dando muerte. De esta forma, se pone fin a la rebelión de los moriscos en las Alpujarras. Con todo, la única hija de Yaye que quedaba con vida puede llevar una vida apacible casada con un noble castellano.
ASPECTOS FORMALES:
La novela lleva al extremo los rasgos de la narrativa romántica, y hay una excesiva acumulación de personajes y lances que afectan más bien poco a la trama principal; el resultado es una narración bastante farragosa y difícil de seguir, pero los personajes están muy bien caracterizados y tiene pasajes y descripciones bastante logrados.
OBSERVACIONES:
El autor se inspira en dos fuentes históricas: la "Guerra de Granada" de Hurtado de Mendoza y la "Rebelión de los moriscos" de Mármol. El enlace corresponde a una versión digitalizada de la edición de 1856 en archive.org . Todas las citas provienen de esa misma edición.
AÑO:
1856
PERSONAJES PRINCIPALES:
López, Diego. Hernando Abenabó, Abencillo. Mecina Bombarón, Granada – Bérchules,Granada, 1571). Segundo rey de los moriscos de las Alpujarras., Yaye Ebn Al-Hhamar / Juan de Andrade
PERSONAJES SECUNDARIOS:
Aben Humeya, Carlos de Austria, príncipe de Asturias, Carlos V, Diego de Córdoba y de Valor, Don Juan de Austria, Farax-aben-Farax, Felipe II, Harum-el-Geniz, Isabel de Córdoba y de Valor, Yuzuf Al-Hhamar
COMO CITAR:
Javier Muñoz de Morales Galiana, «Los monfíes de las Alpujarras». Proyecto I+D+i «Leer y escribir la nación: mitos e imaginarios literarios de España (1831-1879)» (Ref: FFI2017-82177-P) <<https://imaginariosnacionalesxix.uca.es/>> [fecha de consulta].

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