Información completa de la obra: Bernardo del Carpio

TÍTULO:
Bernardo del Carpio
TEMA PRINCIPAL:
Vida de Bernardo del Carpio
LUGARES SECUNDARIOS:
Pravia, Córdoba, Algeciras, El Carpio, Oviedo, Zaragoza
OTROS MOTIVOS:
1. Retrato de Roldán 2. Batalla de Roncesvalles 3. Descripción de Córdoba antes y después 4. Descripción de la torre de Saldaña 5. Retrato de Roldán (bis) 6. Bernardo caracterizado como héroe sobrehumano 7. Combate entre Bernardo y Roldán 8. Retrato de Bernardo 9. Retrato de Alfonso II 10. Bernardo desafía al rey 11. Retrato de doña Berta 12. Referencia a Shakespeare 13. Descripción del Castillo de Luna 14. Retrato de Sancho Díaz, conde de Saldaña
APELLIDOS/SEUDÓNIMO AUTOR:
Fernández y González
NOMBRE AUTOR:
Manuel
FRAGMENTO DONDE APARECE:
1. Aquel hombre, visto por un momento a la luz de un relámpago, era espantoso. Alto, robusto, aunque un tanto encorvado, cubría sus hombros una espesa y larga cabellera cana, tan imponente como la melena de un león viejo: su larga barba revuelta y descuidada hendiendo hasta la cintura, cubría su rostro hasta cerca de los ojos: estos, sombríos, rojos, tenían la ferocidad de la hiena, y sus enérgicas narices se dilataban y se comprimían como las del tigre cuando olfatea la sangre. Vestía una especie de gabán de piel de oso; calzas viejas y gordas de lana, abarcas y una especie de caperuza de cuero curtido, con clavos de hierro, cubría su cabeza. De un cinturón de piel de toro llevaba pendiente una espada ancha y corta: y o mentía la luz del relámpago, o al lucir este, aquella espada brillaba como si su empuñadura hubiera sido de oro: del mismo metal parecía la bocina que llevaba en la mano, y por lo demás algunos venablos fuertes atravesados en su cinto, y una enorme ballesta, eran el complemento de su bravío y terrible aspecto. 2. —Mira —exclamó—, mira, Brunequilda: ¿no ves allá en las ásperas gargantas del Pirineo las torres de un monasterio? Es la abadía de los monjes benitos de Roncesvalles. ¿No ves más allá, más cerca de la tierra de los francos, un monte eminente? Es el Altobizcar. ¿Y más abajo, no ves un valle hondo, húmedo, en que pastan tranquilas las ovejas? Aquella es la hondonada de Roncesvalles. Mira, mira aún aquel collado lejano. Es el monte de Ibañeta. ¿No lo ves? ¿No lo ves y no te estremeces? Brunequilda callaba. El terrible Mudo continuaba como poseído por una enajenación mental, con la mirada fija en un punto imaginario, extendido el brazo, centelleantes los ojos, y con las mejillas pálidas y los labios áridos y convulsos. —¡Oye! ¡Oye, Brunequilda! —continuó Diego Pérez— ¿No escuchas un largo zumbido semejante al de las olas del mar impelidas por el viento, que retumba, y retumba y crece y se acerca viniendo por la parte de Ibañeta? El eco de la montaña repite aquel zumbido y el señor de solar sale a la puerta de su torre, entezando su arco de fresno y armando en él una flecha. Y ¿quién me llama? Grita, ¿quién va? Y el perro leal, que antes dormía a los pies de su amo, se levanta sobresaltado, y su ladrido atruena a Altobizcar. Y allá, allá, por el collado de Ibañeta, un rumor sordo, viene rodando, rodando, acercándose y retumbando en las rocas. Es la voz, el aliento, el estruendo de un innumerable ejército que adelanta. Y los señores de solar, y sus gentes, responden con sus roncas bocinas, y las alturas y las breñas y los desfiladeros se van llenando de montañeses. Mira, mira, ya asoman, ya se acercan, ya llegan, innumerables como las hojas de los bosques del Pirineo. Mira cómo relucen las armaduras, cómo cimbrean las lanzas, cómo flotan los penachos de mil colores. Ve, ve si puedes contar los guerreros. ¿Cuántos son? Uno, dos, cuatro, cinco, diez, doce, veinte, treinta, ciento. ¡Oh! ¡Son innumerables! ¡Es imposible contarlos! Mira, mira cómo los montañeses se agrupan, cómo arrancan los peñascos y los lanzan por la agria pendiente sobre los extranjeros. Escucha, escucha lo que gritan los montañeses: Aplastemos, exterminemos a esos soberbios: ¿qué buscan en nuestras montañas esos extranjeros, con sus largas cabelleras blondas, y sus túnicas de escarlata? ¿Por qué alteran nuestra paz y nos roban nuestro reposo? Cuando la abeja que guarda la colmena ve acercarse al oso rapaz, clava su piel en el aguijón y muere defendiendo su tesoro. Muramos defendiendo nuestros hogares. Dios nos dio en la montaña defensas naturales para que no las pasaran extranjeros. Oye, oye: esto dice el señor de solar. Mira cómo las peñas ruedan por las vertientes dando tumbos: mira cómo caen sobre centenares de guerreros y los aplastan, rompiendo las armaduras que crujen; mira cómo la carne despedazada palpita y cómo los huesos al romperse crujen: mira, mira la sangre cómo corre a torrentes. ¿Y no ves, no ves aquel guerrero atlético, que lleva armadura dorada, y un león rampante sobre el bruñido casco? ¿No le reconocéis, Brunequilda? Es Roldán, el sobrino de Carlo-Magno; el mejor par de los doce. Roldán, tu prometido. Mira, mira cómo se revuelve en la batalla, y cómo para reunir a los francos que huyen, hace sonar con todas sus fuerzas su bocina de oro de oro. Y escucha cómo la bocina retruena por cima del fragor del combate, y del zumbido de los peñascos que ruedan y de la gritería de los vascos, y de los gritos de terror y de agonía de los francos. Escucha cómo un eco y otro eco de la montaña retienden rebramando el sonido de la bocina de Roldán. Mira, mira: allá a lo lejos, el emperador Carlo-Magno se detiene y sus condes francos con él. ¿No oís?, dice el emperador a sus condes: nuestras gentes batallan. Y el conde Ganelón contesta: Eso no es nada: son los ecos de la montaña que repiten nuestros pasos. Y todos lo creen porque Ganelón lo ha dicho, y el emperador y sus condes siguen adelante. Y Roldán entretanto fatigado y ensangrentado, sigue tocando la bocina, y por la boca de esta sale la sangre a borbotones. Mira Brunequilda: el cráneo de Roldán está hendido, por la hendidura se ven bullir los sesos, y sin embargo, su bocina retruena aún, procurando animar a los francos que huyen despavoridos. El emperador se detiene de nuevo en el momento de pasar el puerto. La bocina de Roldán retumba con más fuerza en sus oídos. Y también la oye el conde de Naismes. Y también los demás condes francos. ¡Ah!, repite Carlos: yo oigo la bocina de Roldán. Él no la tañería de esa suerte, si no se encontrase en grande aprieto. Y el conde Ganelón replica. Nada sucede: es que tu orgulloso sobrino se entretiene en echar bravatas delante de sus pares. Adelante: ¿por qué detenernos? Nuestros hogares están lejos aún. Y Roldán entre tanto pelea, y pelea, y aunque la sangre corre con abundancia de sus heridas, su bocina suena con más fuerza que nunca. Y por tercera vez Carlos la oye. Y también la oyen los condes francos. ¡Ah!, repite el emperador: ahora sí que juro por Dios vivo que mi sobrino batalla: corramos a su socorro: reunamos nuestras banderas, volemos a ayudar a nuestras gentes que batallan. Y retumban las trompetas y crujen las armaduras, y Carlomagno y sus condes francos y sus soldados bajan al valle como un torrente, sin que los detenga la oscuridad de la noche ni los desfiladeros erizados de picos, ni las gargantas lóbregas. Pero llega tarde al campo de batalla. La bocina de Roldán no suena ya. Roldán ha caído con el estruendo de una encina, cortada por el pie. Montones de cadáveres de francos ocultan el cuerpo de Roldán. Mira, mira Brunequilda, cómo huyen los que tienen aún fuerzas y un caballo. Mira cómo huye el emperador Carlo-Magno con su capa roja y su penacho negro. La flor de los caballeros ha quedado tendida en el valle. Entre ellos Roldán. Mira, mira Brunequilda: los montañeses bajan como un torrente de la montaña arrojando piedras sobre los que huyen. Y mira, ¡mira cómo huyen los francos! El pavor les ha prestado sus alas. ¿Dónde están sus innumerables lanzas? Yacen por tierra hechas astillas. ¿Dónde sus banderas y sus estandartes de tantos colores? Sus armas ensangrentadas ya no relucen. Cuéntalos, ahora, Brunequilda. ¿Cuántos son? Cuéntalos bien. Veinte, diez y nueve, quince, diez, tres, uno… ninguno ya. No queda ninguno en pie. Todo se acabó. El señor de solar se retira con su perro y llega a la puerta de su casa donde estrecha contra su pecho a su esposa y a sus pequeñuelos. Luego penetra en el hogar, limpia sus flechas, hace un haz con ellas, y con la bocina de guerra, lo pone bajo la almohada de su lecho y duerme tranquilamente encima. Y el perro duerme a los pies de su señor. Las águilas y los buitres vuelan sobre el campo de batalla y disputan a los lobos las despedazadas carnes de los francos. Mira aún, Brunequilda, mira aún. ¿Qué ves? Las osamentas que blanquean, nada más que las osamentas. El señor de solar puede dormir tranquilo: su perro morirá de viejo, antes de que con sus ladridos de la señal de alarma por segunda vez. 3. Vosotros no sabéis lo que era Córdoba, lectores míos, en los tiempos de sus califas; algunos la conocerán hoy; algunos morarán en ella; hoy es una ciudad casi desierta, comparada con lo que fue: todo en ella ha cambiado: la gran mezquita ha perdido sus arabescos, su mirab y su alminbar; las campanas cristianas, conquistadas por Almanzor, que le servían de lámparas, han vuelto a la catedral de Santiago, de donde fueron arrebatadas; ya no se ve a la derecha del mirab la maksura del califa: ha desaparecido: las paredes labradas de la mezquita han sido rotas para poner en los uecos los órganos, el tabernáculo, los altares, los retablos y las capillas cristianas: un obispo mandó que la blanqueasen, y sus restos arabescos desaparecieron bajo la cal: otros obispos han seguido mandando poner más y más capas de cal sobre los ya escondidos adornos, y sin embargo, todavía allá en algún rincón olvidado que no se blanqueó por oscuro, se lee en letras súficas el artículo de fe del Corán que dice: «No hay otros Dios que Dios, y Mahoma es su profeta». El alminar de su torre, desde donde el mueden llamaba a los árabes a la oración, ha perdido sus labradas almenas reales, y en su lugar se ve el cuerpo de la bárbara arquitectura añadido por los cristianos para colgar en él sus campanas: algunas de sus antiguas puertas han sido tapiadas, abiertas otras: su patio de ablucon ha sido convertido en claustro: solo han quedado a la gran mezquita sus calles de columnas, sus capiles de piedra, el elegante corte de sus arcos y sus bóvedas, alguno que otro arabesco, y su historia y sus recuerdos que nadie ha podido quitar: el tiempo al cabo la destruirá y en el tiempo se perderá su memoria. El historiador, el arqueólogo, el artista y el poeta se sienten oprimidos por la profanación artística e histórica que se cometió en aquel monumento al consagrarlo y se preguntan con dolor: ¿No habían conquistado los expugnadores de Córdoba bastante terreno para levantar al Dios verdadero un templo gótico, dejando intacto aquel prodigio de las artes árabes, en vez de consagrar a Dios un templo, que mientras guarde su forma guardará el espíritu sensual del Corán, destruyendo la joya árabe sin hacer de ella el templo cristiano? ¿No sería mejor que Córdoba se enorgulleciese con dos magníficos monumentos en vez de mostrar avergonzada la bárbara mutilación del uno? El fanatismo y el odio, ciegos y bárbaros, se unen al tiempo que destruye, y le aventajan en su obra de destrucción. El Guadalquivir corría entonces como ahora a los pies de la mezquita: ¡pero cuán diferente entonces! Limpio su cauce y profundo, mostraba sus riberas cubiertas de jardines, en los cuales penetraba el rico por curvos y tranquilos canales, yendo a henchir las albercas de mármol de las bellísimas casas de recreo, que levantaban sobre las frondosas odoríferas de los árboles frutales, sus cúpulas caladas con sus relucientes tejas de colores, asentando sus muros sobre el fresco y mullido césped bordado de florecillas: ligeros esquifes surcaban la tersa superficie del río, yendo a perderse por los canales bajo la sombra de los árboles, y los ruiseñores entonaban continuamente entre la fresca espesura su cántico armonioso. La ciudad era también enteramente distinta. Pero todo lo que tenía Córdoba de alegre y risueña alrededor de sus fuertes muros, lo tenía de grave y severo dentro de ellos. Las calles estrechas, hasta tal punto algunas, que no podían marchar por ellas dos personas de frente, tortuosas con el bello desorden de las construcciones hechas al capricho sin atender en nada a la simetría; ciegos, sin una ventana, sin un respiradero los blanqueados muros, ostentando únicamente en lo más alto sobre el alero, y como recatándose de la calle un pequeño mirador cubierto por espesas celosías: las puertas bajas de arco de herradura, por el que no podía pasar un hombre a caballo, y tras aquel arco, una puerta fuerte claveteada, y a veces forrada de hierro, con un postigo pequeñísimo cuadrado, para entrar por el cual era necesario encorvarse hasta tocar casi con las manos al suelo: esta estrechez y esta tortuosidad de las calles servía para precaverse con la sombra y con la circulación del aire encañonado, del ardiente sol de Andalucía; esta total carencia de vistas a la calle para defender el corazón de las mujeres de las tentaciones del amor, y estas puertas bajas y redobladas para hacer más fácil la defensa del hogar en el caso de una irrupción enemiga dentro de los muros. Y este triple objeto se veía servido por todas partes en la inmensa ciudad de los califas; laberinto enmarañado de callejuelas, que iban a confluir en mil puntos distintos como en otros tantos nudos de una red, en pequeñas plazuelas, en las cuales se veía generalmente un aljibe a la sombra de un árbol, y delante del árbol y del aljibe, un edificio más rico, con un patio por vestíbulo y en aquel patio una fuente, una alberca y algunos árboles. Estos edificios eran generalmente una mezquita, una escuela, un almerestan u hospital, o una casa de la moneda, o un tribunal. 4. Alzábase esta torre, compuesta de algunos edificios aglomerados, en una playa descubierta, como a dos tiros de ballesta del mar, dejando ver sus macizas torres almenadas, en lo que propiamente podía llamarse la torre, que era un inmenso y gigantesco cuadrado, sin más aberturas al exterior que un número incalculable de saeteras a manera de hendiduras, y en la parte media algunas grandes ventanas recargadas de rudos pero ricos y característicos adornos. Estas ventanas estaban cerradas por grandes vidrieras de colores, lo que era sorprendente en aquellos lugares, porque en Asturias no se acostumbraba tanto lujo. Además, el arco de la parte interior de cada una de estas ventanas estaba dorado, y doradas las estatuitas, y las repisas y los doseletes que adornaban en aquel término el arco. En contraposición, los arcos superpuestos a este hasta el plano del muro, y el muro mismo mostraban ese color amarillento denegrido que da el tiempo a los edificios. A los cuatro ángulos de la torre había torrecillas almenadas también, y en una de ellas, en la del norte, se veía colgada de una chata espadaña una campana, y sobre esta espadaña una asta de bandera. Lo que significaba que quien en aquella torre vivía era señor de vasallos, y por consecuencia muy noble y muy rico. En las almenas de esta torre se veía reflejar al sol el casco de hierro bruñido de un hombre de armas que hacía la guarda. Rodeaban a esta torre estableciendo un cuadrado extenso, una muralla maciza que solo se alzaba hasta igualarse con el tercio de altura de la torre, en cuya muralla entre dos cubos almenados con un rastrillo y un puente levadizo había una ancha poterna. Por último, un foso profundo lleno de agua verdinegra, defendido por una barbacana y una empalizada, se extendía al pie de la muralla exterior. 5. Roldán era, sin embargo de sus seis pies de estatura, de sus largos miembros musculosos, hercúleos, de su blanca cabellera larga y enmarañada, de su poblada barba gris y de su traje pobre y bravío, un hombre hermoso, que podría contar como cuarenta y cinco años, y a pesar de los cuales podía decirse se encontraba en la fuerza de su virilidad, casi de su juventud. Aquellas canas debían ser el resultado del continuo azote de las lluvias, del sol y de los vientos, o acaso del estado de su espíritu; sobre la parte superior de la frente, se veía una ancha cicatriz profundamente marcada: sus ojos rojos, pero grandes y magníficos, mostraban una expresión terrible de valor indomable y un disgusto profundo que causaba una cólera concentrada y rugiente: sin embargo, cuando aquellos ojos se posaban en Heriberta, se dulcificaban: aparecía en ellos la expresión del hombre que ha vivido entre los hombres, y que no ha sido ajeno al trato de las damas: cuando aquellos ojos se fijaban en Heriberta, había en ellos conmiseración, casi amor; pero no el amor bastardo del deseo, sino un amor paternal, profundo: Heriberta a su vez miraba a Roldán sin miedo, pero de una manera triste, anhelante. El traje de Roldán era montaraz: le constituían una especie de sayo de piel de oso, sujeto por un cinturón de piel curtida; llevaba bajo este sayo una cota de mallas que se veía ciñendo sus piernas y sus brazos; en contraposición de la pobreza de este traje, que se completaba con un casco de cuero claveteado, de la cintura de Roldán pendían dos objetos preciosos: una bocina de oro cincelada, con relieves de batallas y orlado de piedras preciosas el borde, y una espada con una magnífica empuñadura de oro y pedrería que había saltado de su engaste en muchos lugares: llevaba demás algunos venablos enormes, y o más bien jaras aguzadas, atravesadas en el cinto, y una ballesta monstruosa por sus dimensiones. 6. A pesar de su juventud, la fama del joven héroe volaba por todos los ámbitos de Asturias. Cuando se preguntaba quién era el caballero más valiente de Alfonso II el Casto, hasta los niños de las aldeas contestaban: —Ese es Bernardo, el huésped, el ahijado de Alfonso de Saldaña, el buen conde. En efecto, si se trataba de cabalgar, ¿quién cabalgaba mejor que nuestro joven? Para él no había caballos indómitos: el corcel más fiero escuchaba temblando su voz, y se estremecía al sentirle sobre sí. Parecía que Bernardo había nacido a caballo. Cuando se veía en la tienda de un herrero una de aquellas machucas y pesadas armaduras del siglo X, los que la veían colgada de la parte de adentro de la tienda decían: —Maese, ¿te ha mandado adobar esos hierros Bernardo de Saldaña? Porque no se concebía que otro Bernardo pudiese usar desembarazadamente aquella armadura. Cuando uno de los jayanes que abundaban en Asturias vencía uno después de otro a los más famosos luchadores, no faltaba quien le amargase su triunfo diciéndole: —Fuerte y diestro eres, pero no hubieras escapado así, como con estos, si hubieras luchado un solo punto con Bernardo de Saldaña. Cuando un ballestero hacia prodigios de puntería, no faltaba nunca quien después de alabarla dijese: —Has hecho muy buenos tiros: pero ¡bah!, ninguno que valga lo que los tiros de Bernardo. Cuando un oso viejo y formidable se bajaba de la montaña y se acercaba a las poblaciones, aterrándolas y burlando los esfuerzos de los monteros más bravos, todos decían: —Harto se conoce que Bernardo de Saldaña está en la corte del rey don Alfonso. Si un mancebo era alabado de hermoso, no faltaba alguna joven que dijese: —Sí, pero es más hermoso Bernardo de Saldaña. Si se practicaba una acción generosa, si se alababa la piedad de alguno, siempre había quien añadiese: —Tratándose de cristianos y de caballeros, ninguno lleva ventaja a Bernardo de Saldaña. Todos, pues, conocían en Asturias al joven, si no de vista, de nombre; todos le alababan, todos le respetaban, todos le amaban. 7. Roldán se hizo un paso atrás, y desenvainó su espada. Al mismo tiempo Bernardo desnudó la suya. A la primera acometida, las dos espadas saltaron hechas pedazos. Tal y tan bárbara era la fuerza de los dos contendientes. —Dios no quiere que lidiemos, dijo Roldán: estamos desarmados. —Pero aún nos quedan los cuerpos y los brazos, dijo Bernardo. Y cerrando con Roldán le ciñó en un abrazo de muerte. Una alegría feroz inundó el alma del franco. Agigantado, terrible, hercúleo, creyó aquello cosa de un momento, sofocar entre sus brazos a Bernardo, y concluir. Pero un momento después de un enlazamiento formidable en que ninguno de los dos se movió, como si hubieran sido de bronce, los ojos de Roldán se dilataron, dejando ver un ligero tinte rojo: se abrió su boca que dejó salir un gemido ronco, hizo un esfuerzo desesperado, un esfuerzo de agonía; sus brazos se aflojaron y se tendieron: los brazos de Bernardo le apretaban, le apretaban, como hubiera podido apretarle un anillo de hierro que fuese cerrándose, disminuyéndose gradualmente: sus costillas crujían, sus mejillas se enrojecían más y más, sus esfuerzos por desasirse eran más convulsivos a cada momento; entretanto Bernardo, dilatado el pecho, firme en su posición, formidable, apretados los dientes que crujían, cubierto de un sudor que corría abundante sobre su rostro, con los ojos fieros, en que estaba retratada la muerte, fijos en Roldán, estrechaba sus poderosos brazos en torno al pecho del gigante, que cada momento cedía más, y empezó a llevarle en pasos lentos, fuertes, terribles, cada uno de los cuales dejaba impresa una huella profunda sobre el terreno hacia el borde de la cumbre. Al fin Roldán dejó oír un grito salvaje, una especie de rugido de muerte; sus brazos dejaron completamente de asir al joven, al rojo color de sus mejillas sucedió una palidez súbita, y se desplomó. Bernardo entonces le levantó en alto, llegó rápidamente al borde de la cortadura y le lanzó. El cuerpo del gigante cayó rebotando de roca en roca, y al fin quedó inmóvil en el fondo del tajo. 8. Bernardo había salido de la torre de Saldaña, con gran pompa y cubierto de galas. Sobre su toca, que también entonces los cristianos como los árabes usaban toca, llevaba una magnífica corona de infante, y tan rica, que las piedras menores que en ella brillaban, eran esmeralda. ¿De dónde había sacado Bernardo aquella corona? Era una de las que guardaba entre sus tesoros su esposa doña María, la hermosísima sultana Otamida, corona que por casualidad tenía una forma casi idéntica a la forma de las ligeras y estrechas coronas de los infantes cristianos. Acaso le sobraba la pedrería. Pero esto era una gentileza que podía excusarse en gracia a la belleza de la joya. Lo demás del traje de Bernardo eran sedas y brocados, brocados y sedas, también de Otamida; y en cuanto a la espada, era una de las buenas compañeras que usaba Bernardo, con la única variación de que el armero de la torre de Saldaña había puesto a aquella hoja la empuñadura de oro de la espada de Roldán. 9. Don Alfonso era ya un hombre viejo, no tanto por los años, como por los cuidados: su cabellera cana caía en largos mechones a los lados de su rostro pálido, y su barba blanca y larga, casi le cubría el pecho. Sus ojos azules, originariamente godos, habían perdido su color y su fuerza con la edad, y reflejaban el cansancio y la pena. 10. —Yo castigué a los culpables, pero no al inocente: yo te hice criar: yo te he tenido en mi palacio: yo te he dado el padrinazgo de un buen caballero. —Y habéis criado al león para que os despedace. —¡Te declaras mi enemigo! —Mi madre ha muerto desesperada en el monasterio de Oña. —Dios solo tiene derecho a pedirme cuentas de tu madre. —Y yo que soy su hijo: sin embargo mi padre vive aún: vive en el castillo de Luna: dádmelo, volvedle la libertad, y os perdono: aún podré serviros: aún podré ver en vos a mi rey. —Es decir, que si no te entrego a tu padre… —Levanto mi bandera: me voy al Carpio: os retiro mi pleito homenaje, y os declaro mi enemigo. —¡Ay de ti, si al Carpio vas!, dijo don Alfonso. —¡Ay de vos, si al Carpio voy!, dijo Bernardo. 11. La reina Berta, la esposa virgen del rey Casto, como había dicho Alfonso de Saldaña, era una matrona de cuarenta años alta, flaca, de semblante angular y duro. A nada se parecía más que a una de esas estatuas góticas que parecen replegarse entre los junquillos de una pilastra bajo las ojivas de una catedral, con su larga túnica de severa plegadura, su demacrado busto, en el que el escultor ha petrificado la agria expresión del ascetismo y en cuyas manos ha puesto la palma del martirio. 12. Y este amor, el amor, propiamente dicho, la unión, la reunión de dos almas en una sola, existe, pero son pocos los que tienen la felicidad de sentirlo, porque es raro que en medio de la turbia corriente de la vida se encuentren dos gotas de agua puras y cristalinas que en un momento después de encontrarse se refunden en una gota mayor, pero si se encuentran se unirán, lo repetimos, rompiendo, si es necesario, las convencionales leyes del mundo, para obedecer a la inalterable ley de Dios, a la fatalidad ciega e irresistible: podrán sobrevenir desdichas, morir el uno por el otro: serán Julieta y Romeo. Pero la filosofía estaba muy lejos de ser lo que es ahora, o por mejor decir, de predicar lo que ahora predica, en los tiempos de Brunequilda, y por otra parte, faltaban no menos que ocho siglos para que naciese Shakespeare, autor de la tragedia Julieta y Romeo. 13. El castillo de Luna era una fortaleza fronteriza a Aragón rodeada de muros chatos y macizos, apoyados de robustas torres almenadas. El aspecto del castillo era terriblemente sombrío, y los ásperos montes que le rodeaban parecían imprimirle como un reflejo el verdinegro color de sus muros. Siempre triste y solitario el castillo de Luna, había acrecido su soledad y su tristeza desde veinticinco años antes del día en que marcha la acción de nuestra leyenda. 14. Empecemos por el más hermoso, por el más noble, por el más simpático; aquel hombre era, en una palabra, el conde de Saldaña don Sancho Díaz, el infortunado esposo de la infanta doña Sancha; el desventurado padre de Bernardo del Carpio. Godo de raza, su hermosura tenía la majestad y la firmeza de los hijos del norte, que dominadores de Roma habían empezado por tomar su civilización, acabando por contraer también su molicie: raza transformada por la dulce influencia del clima lascivo del mediodía de Europa; raza que calificó admirablemente uno de nuestros poetas, al presentarla estableciéndose al fin después de su irrupción desde el Danubio, en las bellas frases siguientes: Y a la fin de su viaje No era ya el godo salvaje Que a nado pasaba el Rhin. Una suave inflexión había dulcificado la dureza de líneas de la soberbia hermosura goda: la densa blancura de sus hijos como helada, como concentrada por los hielos perpetuos, se había hecho transparente, había dejado ver la sangre bajo el dulce calor de Italia y de España: parecía que aquel mismo sol había influido modificándolas en las blondas cabelleras de los primitivos godos convirtiendo su rubio blanquizco en un hermoso rubio dorado: los ojos azules claros habían ido convirtiéndose en ese incomparable ojo garzo, cuya pupila negra parece concentrar en un solo punto luminoso todo el fuego de un volcán. Y estas modificaciones efectuadas por el cambio de suelo, de cielo, de luz, había hecho de la raza goda ese tipo majestuoso, magnífico, de hermosura vigorosa, que aún se conserva, como si el tiempo se hubiera detenido en nuestras montañas del norte: a este tipo correspondía el conde de Saldaña, cuya hermosura compuesta de rasgos épicos hacía comprender a primera vista la nobleza, la generosidad, la grandeza, la valentía del alma: el sentimiento de la virtud, del amor, del entusiasmo; el espíritu, en fin, de un héroe, bajo la forma más simpática, bajo la hermosura más grandilocuente. El conde vestía con suma riqueza, lo que aumentaba su hermosura y daba una idea de su alto rango.
TIPO DE PUBLICACIÓN:
Novela
FECHA:
01/01/1858
PAGINAS:
1. Pág. 15 2. Págs. 26-31 3. Págs. 100-102 4. Págs. 162-163 5. Págs. 223-224 6. Págs. 234-235 7. Págs. 262-263 8. Págs. 277-278 9. Pág. 281 10. Pág. 285-286 11. Pág. 292 12. Pág. 353 13. Pág. 374 14. Pág. 377
IMPRENTA:
Redacción, calle de la cabeza, núm. 20, principal
LUGAR DE IMPRESIÓN:
Madrid
MODALIDAD NOVELA:
Histórica
RESUMEN:
Alfonso II, a pesar de tener el sobrenombre de “el Casto”, está locamente enamorado de su propia hermana, Jimena, en un amor incestuoso y criminal. Ella, sin embargo, ama a Sancho Díaz, conde de Saldaña; se casan clandestinamente, y tienen a un hijo. El rey, cuando se entera, manda encerrar a Jimena en un convento, y encadenar a su esposo; no contento con ello, ordena a uno de sus vasallos, Yago Pérez, que le queme los ojos a Sancho. La estirpe de Yago queda entonces maldita por Dios y condenada a toda clase de sufrimientos. Los años transcurren. El hijo de Sancho y Jimena, Bernardo, crece sin tener idea de sus verdaderos orígenes. Por otra parte, el hijo de Yago Pérez, Diego, se convierte en un importante caballero de las filas de Alfonso II. Se enamora de Brunequilda, la esposa del héroe francés Roldán, a quien Diego derrota en la batalla de Roncesvalles, pero le perdona la vida al ver su valía como guerrero. Pese a todo, le cuenta a Brunequilda que lo ha matado para poder casarse con ella, y tienen una hija: Heriberta, que se enamora fuertemente de Bernardo. Roldán queda lleno de rencor hacia su vencedor, y se venga asesinando a su padre. No contento con ello, posteriormente secuestra al propio Diego y a su hija. Bernardo, cuando se entera, parte a rescatarlos. Encuentra a Diego en un estado muy desmejorado; este, justo antes de morir, le revela la verdad sobre su origen y sobre el trágico destino de sus padres. Tras esto, Bernardo mata a Roldán y rescata a Heriberta; luego, parte en reiteradas ocasiones a ver al rey y a reclamar la libertad para su padre. Alfonso II, al ver la cólera de Bernardo, planea una intriga para calmar a su sobrino. Con este fin, le entrega un documento que en teoría le habría de permitir reencontrarse con su padre. No obstante, previamente coacciona a Sancho, de modo que este se declara culpable ante su hijo de crímenes que jamás cometió, y así Alfonso II queda completamente exculpado. La historia concluye con Sancho Díaz muriendo envenenado por un soldado del rey, mientras que Heriberta, que estaba muy enamorada de Bernardo, se ve obligada a recluirse en un convento porque su amado previamente había contraído matrimonio con otra mujer.
ASPECTOS FORMALES:
La novela cumple con todas las características de la novela folletinesca de Manuel Fernández y González. El final quizá resulta demasiado apresurado; Alfonso II consigue engañar a Bernardo, y no se hace justicia de ningún tipo.
OBSERVACIONES:
El enlace es a una versión digitalizada de la edición de 1858. Las citas también corresponden con esa misma edición.
AÑO:
1858
PERSONAJES PRINCIPALES:
Bernardo del Carpio
PERSONAJES SECUNDARIOS:
Alfonso II el Casto, Berta, esposa de Alfonso II el Casto, Carlomagno, Jimena, infanta de Asturias, Roldán (Roland), Sancho Díaz, conde de Saldaña
COMO CITAR:
Javier Muñoz de Morales Galiana, «Bernardo del Carpio». Proyecto I+D+i «Leer y escribir la nación: mitos e imaginarios literarios de España (1831-1879)» (Ref: FFI2017-82177-P) <<https://imaginariosnacionalesxix.uca.es/>> [fecha de consulta].

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  • No Comercial — Usted no puede hacer uso del material con propósitos comerciales.

  • Sin Derivadas — Si remezcla, transforma o crea a partir del material, no podrá distribuir el material modificado.

  • No hay restricciones adicionales — No puede aplicar términos legales ni medidas tecnológicas que restrinjan legalmente a otras a hacer cualquier uso permitido por la licencia.
  • No tiene que cumplir con la licencia para elementos del material en el dominio público o cuando su uso esté permitido por una excepción o limitación aplicable.
  • No se dan garantías. La licencia podría no darle todos los permisos que necesita para el uso que tenga previsto. Por ejemplo, otros derechos como pueden limitar la forma en que utilice el material.

«Leer y escribir la nación: mitos e imaginarios literarios de España (1831-1879)»

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